La vida que me rodea, tiene tal intensidad, que cada minuto me colma. Y no tengo nada, ni falta que me hace. Una bicicleta, un equipo que me permite, casi, ser independiente, unos sentidos deseosos de vibrar al son de lo que toca.
Mi capacidad de sorpresa, el afán de respirar nuevos aires, ver más naturaleza, sentir fríos y calores, lluvias, sabores... no tiene fin. No se describirlo, pero es maravilloso.
Y la gente. ¡Cuántas buenas experiencias!. Qué buenas compañías que me insuflan ánimos aquí y allá, que me comprenden y animan, me empujan, me apoyan y ayudan. No nos conocemos de nada y, sin embargo, en tres minutos, somos cómplices. Voy dejando atrás a personas con las que compartiría mi tiempo. Con la pena de dejarlos y la alegría del viaje.
El día se hace corto. Intenso. Y la intensidad me desborda. Ya me ha pasado dos veces. Y ha sido en iglesias. En su soledad, mis emociones, agrandadas por el eco de sus paredes me han superado y he roto a llorar. Profundamente, sin miedos, ni vergüenzas. Aún no se porqué, ni falta que me hace. Así ha sido.
No puedo parar. No. Pero quizás deba hacerlo. Y, si llega el caso, la escuela de lo vivido, espero me sirva para hacerlo de grado.
Es lo mismo. Es igual. Hasta hoy pude hacerlo. Mañana, quizás, ya no. Blanco y negro, lluvia y sol, risas y lágrimas, frio y calor. Es el pulso de la vida y, por ello, soy feliz.
De momento, ha llegado una ayuda. Y me siento muy agradecido, en deuda. Podré estar algo más. Quien sabe. Quiero acabar el proyecto. Me llena hacerlo, creo en él, aunque no sepa venderlo, aunque no haya ecos que lo expandan tanto como yo querría.
Me pongo frente a la montaña y grito, pero ella se come los sonidos. Es así.
Hasta que ocurra lo contrario, seguiré gritando. Algún día, la acumulación de mis gritos en sus paredes, hará que los sonidos reboten. Entonces, el eco, devolverá mis sonidos. Entre tanto, seguiré viviendo.
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